Sobreviviendo al Everest. Documental 50 años.
Fragmento del especial de la National Geographic "Sobreviviendo al Everest" en conmemoración de los 50 años del primer ascenso.
Crónica de SIR EDMUND HILLARY:
A las 6.30 nos arrastramos fuera de la tienda. Preocupado por mis pies fríos, pedí a Tenzing que partiera y él se alejó del peñasco que protegía nuestra tienda abriendo una hilera de profundas huellas hacia la pronunciada pendiente de nieve en polvo a la izquierda de la arista principal. La arista estaba bañada por la luz del sol y a lo lejos, por encima de nosotros, divisamos la Cumbre Sur. Tenzing, moviéndose cuidadosamente, marcaba peldaños. Alcanzamos su cresta justo donde forma una característica protuberancia de nieve alrededor de 8.500 metros. Desde allí la arista se estrechaba hasta ser como el filo de un cuchillo, y como mis pies estaban ya calientes pasé delante.
Avanzábamos despacio pero ininterrumpidamente. Después de caminar un rato por esta arista más bien penosa, llegamos a una pequeña concavidad donde hallamos las dos botellas de oxígeno abandonadas en el anterior intento de Evans y Bourdillon. Rasqué el hielo de los manómetros y me alivió mucho comprobar que contenían aún varios cientos de litros de oxígeno.
Con la reconfortante certeza de contar con aquellas botellas continué el ascenso abriendo huella por la arista, que pronto se ensanchó, pronunciándose su inclinación para convertirse en la formidable pendiente de nieve que a lo largo de 150 metros asciende hasta la Cumbre Sur. Las condiciones de la nieve parecían peligrosas. Consulté con Tenzing acerca de la conveniencia de seguir adelante y él, aunque admitiendo que no le gustaban las condiciones de la nieve, concluyó con su frase familiar: «Como prefieras». Decidí continuar. No sin alivio, alcanzamos por fin una zona de nieve firme más arriba y, tallando peldaños a lo largo de las últimas pendientes, cramponeamos hacia la Cumbre Sur.
Eran las nueve de la mañana. Contemplamos con interés la arista virgen que teníamos delante. Tanto Bourdillon como Evans habían sido deprimentemente exactos y comprendimos que podía resultar una barrera casi insuperable. Aparentemente sólo había una zona segura: la escarpada pendiente de nieve entre las cornisas, y la pared de roca parecía estar compuesta de nieve firme y compacta. Cavamos unos asientos en la nieve justo debajo de la Cumbre Sur y nos quitamos el oxígeno. Una vez más realicé cálculos mentales. Se había acabado una de las botellas y ahora sólo quedaba una llena. Mientras tallaba peldaños al descender de la Cumbre Sur notaba una clara sensación de libertad y bienestar totalmente contraria a lo que yo hubiera esperado sentir a esta altitud.
Cuando mi piolet mordió en la primera pendiente de la arista, todas mis esperanzas se cumplieron. La nieve era cristalina y firme. Dos o tres golpes rítmicos del piolet bastaban para formar un peldaño suficientemente grande y un firme empujón al piolet lo hundía hasta medio mástil, proporcionando un seguro sólido y reconfortante. Me daba cuenta de que nuestro margen de seguridad a esta altitud no era grande y de que debíamos tomar todas las medidas de precaución. Así, yo avanzaba unos doce metros tallando una línea de peldaños mientras Tenzing me aseguraba. A continuación, yo hundía mi piolet y colocaba algunos anillos de cuerda en torno suyo, y Tenzing, protegido frente a un eventual resbalón, venía a reunirse conmigo. Después, otra vez volvía él a asegurarme mientras yo seguía tallando. Era impresionante mirar desde lo alto de aquella enorme pared de roca y divisar, 2.500 metros más abajo, las diminutas tiendas del campo IV en el Cwm Occidental [léase cum: circo o valle]. Trepando por las rocas y tallando presas en la nieve continuábamos nuestra progresión.
En una de aquellas ocasiones noté que Tenzing reducía el ritmo y parecía respirar con dificultad. Sospeché inmediatamente de su oxígeno. Observé que del tubo de salida de su máscara colgaban carámbanos de hielo, y al observarlo de cerca hallé que estaba completamente obturado por el hielo. Conseguí retirarlo, proporcionándole un gran alivio. Al revisar mi propio equipo descubrí que estaba ocurriendo lo mismo.
El tiempo parecía perfecto. Continué tallando escalones. Para sorpresa mía, estaba disfrutando con la ascensión tanto como jamás había disfrutado en una bella arista de mis Alpes neozelandeses. Después de una hora de marcha ininterrumpida llegamos al pie de un pasaje con aspecto de ser el más formidable problema de la arista: un resalte de roca de unos 15 metros. A aquella altitud, podía significar la diferencia entre el éxito y el fracaso. Aquella roca, lisa y casi desprovista de presas, podría haber sido un interesante problema para un grupo de expertos escaladores del Lake District un domingo por la tarde, pero aquí suponía una barrera para nuestras mermadas fuerzas. En su flanco Este había una gran cornisa, y a lo largo de todo el resalte ascendía una estrecha grieta entre la cornisa y la roca. Dejando que Tenzing me asegurara, me empotré dentro y luego, golpeando hacia atrás con los crampones, hundí las puntas en la nieve dura de detrás de mí y me levanté del suelo. Aprovechando las pequeñas presas en la roca y toda la fuerza de mis rodillas, hombros y codos, ascendí cramponeando literalmente de espaldas, rezando fervientemente para que la cornisa permaneciera unida a la roca.
A pesar del considerable esfuerzo progresé en forma continua aunque lenta, y mientras Tenzing me aseguraba ascendí hasta llegar por fin a lo alto del escalón, arrastrándome fuera de la grieta. Durante algunos momentos me quedé tumbado, recuperando el aliento, y por primera vez sentí la feroz certidumbre de que nada nos impediría ahora alcanzar la cumbre. Me aposté sólidamente e indiqué a Tenzing que subiera. Tiré de la cuerda mientras él luchaba hasta llegar por fin a la reunión, donde se dejó caer exhausto como un gran pez al que acaban de sacar del mar después de una terrible batalla.
La arista continuó en la tónica anterior. Cada vez que dejaba atrás un lomo, se izaba en la distancia otro más alto. El tiempo transcurría y la arista parecía no acabar nunca. Ahora comenzaba a estar cansado. Llevaba dos horas cortando peldaños sin interrupción, y también Tenzing se movía muy despacio. Mientras contorneaba otro recodo, me pregunté algo aburrido hasta cuándo podríamos aguantar. Nuestro entusiasmo inicial había desaparecido casi por completo y todo se iba convirtiendo en una lucha espantosa. De pronto observé que la arista que iba siguiendo, en lugar de ascender monótonamente, descendía de pronto, y mucho más abajo divisé el Collado Norte y el glaciar de Rongbuk. Miré hacia arriba y contemplé una estrecha arista de nieve que ascendía a una cumbre nevada. Unos pocos golpes más del piolet sobre la nieve compacta y estábamos arriba.
Mis sentimientos fueron de alivio: ya no había más peldaños que tallar, más aristas que atravesar ni más lomos que nos engañaran. Miré a Tenzing y a pesar del pasamontañas, las gafas y la máscara incrustada de carámbanos, no podía ocultar la contagiosa sonrisa de puro deleite al contemplar cuanto le rodeaba. Nos estrechamos las manos y entonces Tenzing me echó el brazo sobre los hombros y nos dimos palmadas mutuas en la espalda hasta quedar casi sin aliento. Eran las 11.30. En la arista habíamos invertido dos horas y media, pero pareció una vida entera”.
Extraído de Everest (revista Desnivel)
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